Lescher se basa en las composiciones surrealistas y científicas de Giorgio de Chirico, Piero della Francesca y otros para provocar un diálogo intuitivo con la tradición, la memoria y la percepción. En este espacio nostálgico, la forma se selecciona minuciosamente para fundamentar y amplificar la voz del material en un intento por restaurar la antigua relación metafísica entre el artista y el científico y reunir los conceptos racionales de equilibrio, igualdad y proporción con sus raíces abstractas y filosóficas.

Al eliminar capas de significado y relaciones matemáticas, Lescher presenta una fábula abierta sobre el rigor de las matemáticas e invita al espectador a entrar en este espacio. Lo primero que el visitante experimenta es el formalismo y la elegancia precisa de los propios objetos, sus abstractas odas a la industria, las capacidades de la maquinaria y la pureza de la precisión. Sin embargo, estos objetos, reducciones inútiles de la geometría y los principios matemáticos, tienen los rasgos sutiles pero inconfundibles de las herramientas analógicas del dibujante: la brújula, la regla, la escala y la aguja.

Estos objetos, transformados más allá de lo pragmático, intervienen en el espacio de la galería y se convierten en protagonistas de varias ficciones. Sin un sentido de dirección o propósito impuesto, la presencia del espectador altera el curso narrativo de los objetos a nivel físico y filosófico. Yuxtapuestos, conflictivos y de tamaños contrapuestos, el objeto y el espectador participan en una danza de geometría relacional, dos protagonistas rivales en una trágica búsqueda de significado.

En esta compleja danza, la obra cierra el círculo; el dibujo se revela como la habitación, que es a su vez las herramientas con las que se dibuja. Al entrar y ocupar este espacio, el espectador asume sin darse cuenta el papel del actor: el ingeniero perdido en una búsqueda nostálgica y personal de la perfección matemática, armado con herramientas perfectamente formadas y debilitadas por su propia belleza.