El tiempo está destinado a perderse sin tener en cuenta el peso trascendental de nuestras acciones: dado que su esencia es impermanente, nuestras acciones están condenadas a desaparecer y al olvido. En Timeo, Platón dice que el tiempo siempre está huyendo y que su vuelo es una imagen de la eternidad. Es decir, el tiempo es probablemente el único espejo seguro que tenemos para representar la nada.
Hoy, cuando la historia del arte ya no es un camino fijo en el que pudiéramos seguir avanzando en una dirección premeditada, cada creadora de objetos de arte inventa su propia tradición e intenta comprender con su obra las circunstancias en las que vive y piensa. No sorprende, pues, que Julieta Aranda aborde la idea del tiempo desde una posición escéptica y lúdica al mismo tiempo. Los seres humanos están obsesionados con medir el mundo que los rodea, pero esa necesidad no siempre influye en los objetos que intentan conocer a través de la medición de sus formas.
Durante muchas décadas los mexicanos escuchamos un programa de radio que se encargaba de darnos, en cada minuto, lo que en palabras del orador era nada menos que la hora exacta. Durante el intervalo que transcurría entre cada minuto, el tiempo se llenaba de anuncios que quedaban grabados a fuego en la memoria de aquellos de nosotros que esperábamos con impaciencia poner nuestros relojes. Resulta un tanto desconcertante e irónico que el misterio absoluto que rodea nuestra concepción del tiempo se resuelva en honor a una función conocida como la hora exacta. Y en esta anécdota Julieta Aranda —quien, desde sus primeras obras, se ha mostrado más que susceptible a las situaciones ridículas que rodean a casi todas las acciones humanas— encuentra un pretexto adecuado para parodiar la imposibilidad de entender el tiempo de otra manera que no sea ordinaria. No encuentro otro motivo para haber bautizado su pieza con el título de una novela de Marcel Proust, una obra en la que la escritora francesa aborda, a través de la literatura, lo que podría denominarse el material inconmensurable del instante.
El tiempo no está hecho para conocerse —escribe Cioran— sino para vivirlo. La forma más ambiciosa de abordar su esencia es simularla, no usar una cinta métrica. Y la única forma de simularlo es con la construcción de metáforas delirantes, es decir, conceptos o imágenes que sugieren un contenido o una forma y que no lo comprenden exhaustivamente. La obra abierta está disponible para su interpretación y para que se pierda casi todo en el camino. Julieta Aranda ha elegido una anécdota histórica que puede situarse en el transcurso de un tiempo lineal (la preeminencia y el autoritarismo de un partido político para controlar los medios de comunicación), pero esta no es una lectura suficiente para que su obra se agote en la nostalgia por un programa que se consolidó en la memoria de muchos mexicanos, que tuvieron que soportar toneladas de tonterías comerciales mientras esperábamos que el oráculo anunciara que por fin había llegado el momento exacto. Si algo tienen en común las obras de Julieta es que están atentas al humor como forma de reflexionar sobre los aspectos menos evidentes de esas mismas obras. Una risa maliciosa y escéptica acompaña la construcción de metáforas conceptuales, sobre las que reflexiona profundamente. Estamos acostumbrados al arte contemporáneo que practica la indiferencia, la parodia y la autorreferencialidad, pero en este caso nos enfrentamos a un humor que, además de cumplir con los cánones de la ironía, es al mismo tiempo cínico y sutil: quiero decir que invita al conocimiento.
Como pura intuición, pensaba Heidegger, el tiempo tiene primacía sobre el espacio. O dicho de otro modo, no hay forma de convertir el tiempo en un objeto porque el tiempo en sí mismo es nuestra sustancia y no hay nada fuera de su acontecer. El tiempo nunca existe; más bien, se convierte, y este escape continuo lo convierte esencialmente en un hecho imposible. Por lo tanto, representarlo como una mera sucesión de minutos —minutos que se anuncian, además, como la imagen concreta de lo que ocurre— se presta a la parodia o a la risa metafísica, aunque en este caso también a estimular una memoria popular siempre tan reacia a las especulaciones que considera inútiles. La profundidad sale a la superficie y es ahí donde Julieta Aranda se prepara para construir, como parece ser su costumbre, una concepción delirante de un mundo sobreexplicado y repleto de representaciones absurdas.
Guillermo Fadanelli
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