Julieta Aranda
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May 24, 2018
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July 1, 2018
July 1, 2018
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Los huesos... no pueden ser solo arquitectura, material, soporte, estructura, motor. Nos falta una imaginación descabellada sobre los huesos, sobre su función, sobre su conocimiento. Últimamente, a todos nos han fascinado las bacterias, nos encanta la idea de estar poseídas por millones de microorganismos, incluso podemos imaginarnos a las bacterias como una especie de órgano descentralizado que desafía la centralidad histórica y biológica del cerebro. En las bacterias vemos la conectividad, la elocuencia, la posibilidad de abordarlas de manera colectiva, las vemos políticamente, por así decirlo. Las bacterias son nuestra forma de imaginar tanto la nanotecnología como la inteligencia artificial en un mundo de adentro hacia afuera.

Los huesos, por el contrario, pertenecen a la tierra silenciosa: tendemos a representarlos como el cubo blanco de la vida, una especie de estructura aburrida pero necesaria que aún no tenía la oportunidad de hacer una «crítica ósea» adecuada o de revivir los huesos. Sin embargo, nada más allá de la verdad. La osteocalcina, una proteína descubierta en el siglo pasado, ha sido demostró, hace solo una década, que desempeña un papel crucial en la regulación del azúcar en sangre. En otras palabras: ¿quién hubiera pensado en los huesos como un órgano endocrino? Como si desempeñaran un papel directo en nuestra memoria y estado de ánimo. ¡Y voilà! Esta es la razón por la que los protagonistas de la última instalación de Julieta Aranda son huesos. Los huesos no solo son los portadores de la memoria de la vida, sino que también son sus mayores conservantes. No son cápsulas duras que revelan el pasado y el presente en sus análisis, sino que actúan activamente contra el deterioro cognitivo relacionado con la edad. Esta exposición relaciona su presencia con otra estructura: una serie de estructuras cúbicas que ahora se proyectan planas, de modo que podemos ver sus cuatro caras. Los cubos, que también existen como instalación física, surgieron a partir de su continuo interés por los crucigramas como estructuras que nos ayudan a visualizar la disparidad entre una imagen y su palabra correspondiente. Así pues, los cubos son un depósito de palabras, del mismo modo que el hielo de los casquetes polares es un depósito de formas de vida antiguas. También lo es la arena sobre la que descansan los huesos, que también es un depósito de los millones de criaturas de los mares que existieron en otra época. Y luego están las cuerdas, las «redes fantasmas» que dan nombre a la exposición. Ahí están las cuerdas que marcan las afinidades, los vínculos y los accidentes que entrecruzan la narración, en la que todos los elementos de la exposición entran en juego, haciendo visibles las conexiones, a menudo invisibles, que nos unen a las cosas, al mundo y a los demás.

La obra de Aranda siempre se ha interesado por el tiempo, pero también por otros elementos como el agua. Tienes que imaginarte esta exposición llena de agua, como un escenario submarino, o como una exposición que tiene lugar dentro de un órgano. Las obras están secas, pero tampoco lo están, porque lo que alimenta la vida es fluido y la memoria no son solo datos, sino una forma fascinante de humedad. La humedad es un rasgo de todos los tejidos de la vida, y también es el lugar del género femenino. Es esta forma críptica pero eficaz de interrelacionar las nociones abstractas con su encarnación, con sus dimensiones invisibles, con las posibles fantasías sobre la posibilidad de un nuevo tipo de vida lo que define las últimas obras de Julieta Aranda. El tiempo no es una noción abstracta que podamos encontrar encarnada en objetos naturales y tecnológicos; el tiempo también es el elemento que permite a todos nuestros órganos contemplar la posibilidad de una transformación radical en la forma en que adaptamos las ideas de poder, género, raza y vida al futuro.

Texto de Chus Martínez

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Photos: Enrique Macías