Gabriel de la Mora
Originalmente Falso
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CURADA POR 
April 11, 2011
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May 20, 2011
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En la era digital, cuando la distinción entre original y copia comienza a desaparecer, Gabriel de la Mora se ha sumergido obsesivamente en la economía ilegal del arte para obtener la materia prima de su proyecto más reciente: obras apócrifas que somete a un agresivo proceso de regeneración centrado en restaurar el principio de autenticidad.

Lleva a cabo esta tarea mediante una estética de la violencia en la que mezcla las contribuciones de la iconoclasia vanguardista, la esterilidad minimalista y la astucia conceptual: un experimento reflexivo que crea un margen de tensión entre la legitimidad del autor y el fraude, pero sobre todo entre la experiencia sensorial, el refinamiento y la abyección. Al situarnos ante la floreciente industria de las falsificaciones, el artista pone de manifiesto la inestabilidad de las instituciones del arte, así como el propio concepto de creación.

Sin duda, esta empresa transformó a De la Mora en un cazador incansable que buscaba piezas en diferentes estratos del inframundo del mercado negro de arte, así como en un negociador experimentado que trataba con galerías, casas de subastas, talleres de restauración y coleccionistas que habían sido tomados por sorpresa. Enfrentarse a la simulación lo llevó a atacar frontalmente la materialidad de la obra adulterada, no por motivos de moralidad sino de lenguaje. De ahí las dislocaciones y fricciones de su proyecto donde tritura, desolla, disuelve, raya, incinera, funde, borra, cifra, enmascara, difumina, vacía, corrompe y recurre al fantasma, lo doble, lo inverso, el reflejo y lo fáctico. Pero el principio de destrucción no renuncia a la artesanía, por lo que el taller del artista parece una fábrica frenética de otra época, que admite tanto nuevas tecnologías como un rigor que clasifica, cuenta, pesa, mide y registra: tecnologías reductoras en las que, a pesar de todo, se deja ver la engañosa huella digital del otro.

Es precisamente la función del arte la responsable de poner en juego una simulación que nunca podría ser acusada de falsificación, una ficción legítima que, además, es valorada como una de las más altas expresiones de la humanidad. Sin embargo, un desafío imposible para este proyecto es confrontar el grado en que tanto el arte genuino como el falso se sustentan en elaborados procesos de subjetivación y si, si el arte implica una ficcionalidad sin límites, se aplica igual e ilimitadamente a la falsificación. De ahí su extraña proliferación exponencial, dado que la oportunidad inflama el deseo hasta tal punto que la codicia hace que el traficante, el coleccionista e incluso el posible comprador sean indistinguibles. Y en medio, la ironía involuntaria de una zona de ambigüedad siempre presente: ¿y si la obra destruida fuera real?

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