Los seres humanos tienden a acumular valor y, una vez acumulados, a proteger esa riqueza. Valoramos la tierra, los edificios, el oro y las entidades inmateriales, como el conocimiento, la cultura y las relaciones. Invertimos en planes para explorar y explotar nuevas formas de aumentar nuestra riqueza acumulada. Parece que nos enamoramos de nuestras posesiones.
Para proteger esta acumulación de recursos, construimos fronteras a su alrededor: muros físicos y límites virtuales. Exclusivos por naturaleza, los muros se levantan para mantener el exterior separado del interior. Al mismo tiempo, crean divisiones dentro de nosotros mismos. Las distinciones entre 'nosotros' y 'ellos' definidas por estas fronteras, por mucho que consideremos que son protectoras, parecen dividir y alienar por igual.
Ya sean naturales o creadas por el hombre, la vida útil de las paredes es limitada. Es como si cuando se crea una frontera, se iniciara un proceso deconstructivo paralelo. La presión se acumula simultáneamente tanto desde el interior como desde el exterior. El deseo de cercarse es tan fuerte como la necesidad de transgredir, de llegar al otro, de buscar y fusionarse con lo que no está aquí y ahora. Ya sea que se desintegren tarde o temprano, el resultado es el mismo para cualquier fortificación. Los imperios, los castillos e incluso nuestros cuerpos humanos acabarán por ceder a esta decadencia, dando paso a las nuevas generaciones.
Nuestra relación con este planeta ha tenido un enorme impacto en su ecosistema, hasta el punto de que es posible que pronto lleguemos al final de nuestro viaje. Pero esto también significa crecimiento, nuevos intercambios y, con el aumento del nivel del mar, la migración vertical de formas de vida nuevas y diferentes.
Quizás deberíamos ver esto como una oportunidad para re-imaginar un final como un nuevo comienzo.
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